viernes, 19 de noviembre de 2010

Caña al funcionari@

¡Ya está bien! Ya han pasado demasiados años de pervivencia de una clase cuya única obligación ineludible es asistir a su puesto de trabajo con estricto respeto del horario establecido, cuyo desempeño de las funciones encomendadas no se refleja en su sueldo más allá de un magro complemento de productividad, cuya estabilidad laboral está garantizada mientras que otros de mayor valía, preparación y diligencia rebotan de un trabajo mileurista y temporal a otro.

Hay que darle caña a los funcionarios, hay que hacer que desempeñen la labor que les ha sido encomendada, que se ganen el sueldo y que se esfuercen por mantener su puesto de trabajo. !Si señor¡.

Pero como todas las cosas, hay que hacerlas con mesura. Mi sobrino necesitaba una bicicleta nueva porque la que tenía se había averiado. Cuando fui a verla, la bicicleta solo estaba sucia y tenía una rueda pinchada; en realidad, mi sobrino se había encaprichado de otra bicicleta. Hay adultos, con ciclópeas responsabilidades sobre sus hombros, que están comportándose como niños de 12 años.

Para meter a los funcionarios en vereda no hace falta que dejen de ser funcionarios, basta con aplicar la legislación; una legislación que define exactamente los cometidos, las responsabilidades y las medidas correctoras y disciplinarias oportunas. Una legislación que no se está aplicando. No. No nos hace falta nueva normativa, solo nos hace falta aplicar la que existe con rigor; expedientar y sancionar a quien proceda, premiar a quien trabaje bien y no repartir el complemento de productividad por aspersión. Hay que llevar la administración como una empresa, si, como una empresa. Como. Orientarse a objetivos, aplicar incentivos y correctivos, buscar la eficacia y la eficiencia, racionalizar el gasto. Como en una buena empresa.

Pero para comportarse como una empresa no hace falta convertirse en una empresa, lo mismo que para comer sushi no hace falta nacionalizarse japonés. Tomemos lo mejor de las prácticas empresariales y apliquémoslo a la administración, pero sin ceder a empresas de nuevo cuño las funciones de la administración.

¿Porqué no? ¿Para qué quedarnos en medias tintas?

Porque la función pública no es una herencia decimonónica propia de un país tercermundista. No, la función pública es una necesidad reconocida y consagrada en la propia Constitución; no para otorgar prebendas a zánganos, sino para garantizar que unas personas, dotadas de una particular independencia,velan por el cumplimiento de la ley en el funcionamiento de la administración. Gentes que obedecen primero a la normativa y luego, si procede, a sus jefes. Gentes con responsabilidad sobre los actos que ejecutan en nombre de lo público. Gentes que no pueden decir que hicieron algo porque se lo mandó su jefe y lo que el jefe dice va a misa.

¿Y tan peligroso es hacer lo que dice “el jefe”?

Según sea el jefe. Pero presuponer buena fe, competencia, conocimiento, capacidad y juicio, todo a la vez y en un político, es de una ingenuidad extrema. No quiero decir que no existan políticos honrados, capaces e inteligentes, pero si afirmo que el porcentaje de tales bendiciones de los cielos dista mucho del ciento por ciento; hay que tomar medidas. Esas medidas, en el sistema de gobierno que nos dimos con la Constitución reposan, en una primera línea en los funcionarios; luego están el control parlamentario, el defensor del pueblo y los tribunales, pero todo ello a posteriori, cuando la faena está hecha.

El funcionariado es la primera línea de defensa ante el neófito que llega al cargo henchido de energía, ideas innovadoras y magníficas intenciones, pero carente de experiencia e ignorante del marco legal que lo rodea, ante el que sabe muy bien que es lo que quiere hacer, pero no conoce o no quiere reconocer los límites de lo que debe hacer. No se trata de un corsé formalista, sino de un amortiguador que permite la colaboración entre los que provienen del mundo de las voluntades y de la política y los que instrumentan las actuaciones de la administración en el mundo de lo posible, técnica y legalmente.

Una administración convertida en empresa, sin las particulares obligaciones de legalidad y garantías de independencia de los funcionarios, permite que imperen principio distintos de los que la Constitución infunde a la administración pública, que las prioridades difieran cada vez más de los intereses públicos. Esto sí que puede ser un terreno abonado para la arbitrariedad y el dispendio, mucho más allá de lo que puedan ser las supuestas prebendas de los funcionarios.

Si de algo sirve mi experiencia en la administración es para saber que mucho más nos cuesta la megalomanía, la autosuficiencia y el empecinamiento de un directivo descontrolado que la desidia de mil funcionarios. Me ofende la actitud de algunos de mis compañeros; sin lugar a duda, ¡caña al funcionario! Pero que nadie se engañe, más ovejas mata el pastor que el lobo.

J. Conde

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